
En la última década, la digitalización de nuestras interacciones transformó profundamente la
manera en que nos vinculamos, trabajamos, contactamos y expresamos. Pero esa misma
expansión tecnológica trajo consigo una nueva forma de violencia: la violencia digital, un
fenómeno que el derecho todavía enfrenta con herramientas dispersas y, muchas veces,
insuficientes.
Al pensar en violencia digital inmediatamente lo relacionamos con ciberacoso, sin embargo,
abarca mucho más, como la difusión no consentida de imágenes íntimas, la
suplantación de identidad, el hostigamiento sistemático, la publicación de datos
personales sin autorización (doxing), e incluso la manipulación de contenidos con
inteligencia artificial —como los llamados “deepfakes”— que atentan contra la privacidad y
el honor.
En Argentina, el avance legislativo fue paulatino. La Ley 26.485 de Protección Integral a las
Mujeres incorporó en 2019 la violencia digital como uno de los modos de violencia,,
reconociendo el impacto que tiene sobre la libertad, la integridad psicológica y la
participación pública de las víctimas. Sin embargo, todavía no existe una ley integral que
tipifique de manera específica todas las conductas vinculadas a esta problemática.
Ahora bien, ¿el sistema penal que herramientas nos aporta?
El Código Penal ofrece ciertos encuadres —como las figuras de amenazas, coacción,
hostigamiento, daños informáticos o violación de secretos—, pero su aplicación a casos de
violencia digital suele depender de interpretaciones extensivas por parte de los tribunales.
En paralelo, la Ley de Protección de Datos Personales (25.326) y la jurisprudencia -de la
Corte Suprema de la Nación- sobre el derecho al olvido complementan la defensa de la
privacidad en entornos digitales.
En los últimos años, algunos fallos emblemáticos marcaron el camino. En el caso “Denegri
c/ Google” (CSJN, 2021), el Máximo Tribunal Argentino rechazó eliminar contenidos de
internet por entender que prevalecía el interés público y la libertad de expresión, aunque
reconoció que la violencia simbólica y digital debía ser considerada en futuras revisiones.
Esa tensión —entre proteger derechos individuales y evitar censura— es el núcleo del
desafío jurídico contemporáneo.
¿Hacia dónde vamos?
El combate contra la violencia digital no puede depender únicamente del castigo. Requiere
políticas de educación digital, protocolos en instituciones educativas, capacitación de
funcionarios judiciales y responsabilidad activa de las plataformas tecnológicas, las cuales
deben adoptar mecanismos más transparentes para moderar contenidos, garantizar
denuncias ágiles y rápidas; así como proteger a las víctimas.
En definitiva, el derecho argentino se encuentra en plena evolución frente a una realidad
donde la agresión ya no necesita presencia física para ser devastadora. El desafío es
construir un marco normativo equilibrado, que garantice la libertad en internet sin dejar
desamparadas a las víctimas del espacio virtual.
La violencia digital es, al fin y al cabo, una violencia real —y merece una respuesta judicial,
eficaz y eficiente
