Hay una mala y una buena. Por un lado, Alberto Fernández no está en condiciones de usar ni tampoco de prestar el histórico balcón. Por otro, la selección iría contra una identidad apolítica trabajosamente cultivada si se asomara a la plaza para festejar.

Momentos como este quedan grabados en la memoria de las sociedades por largo tiempo, y cuando eso está sucediendo, cuando se está grabando la memoria colectiva, pequeñas variaciones pueden cambiarle profundamente el significado a los acontecimientos. Así que no es un tema menor cómo se administra el recibimiento de la selección, qué gestos hagan y qué digan los protagonistas, en qué momento y ante quienes, y qué eviten hacer o decir.

La complejidad del asunto quedó a la luz a raíz del sordo debate que acaba de tener lugar sobre dónde debía coronarse el desfile triunfal de Messi, Scaloni y los demás campeones. El gobierno intentó que fuera en la Casa Rosada, más precisamente en uno de los balcones que da a la Plaza de Mayo, pero la selección prefiere hacerlo en el obelisco.

Probablemente fue la primera vez en que el actual presidente en serio pensó en imitar a Alfonsín y no traicionar su memoria. Con tal de que la scaloneta aceptara festejar en la sede de gobierno, juró por todos los santos que no haría trampas, que no estiraría la cabeza para tratar de salir en la foto cuando los jugadores se asomaran a la plaza. Pero foto iba a haber igual, en los pasillos o en algún despacho de la Rosada. Y el balcón está demasiado contaminado por el desprestigio que padece la política en general, y en particular la actual administración.

Así que el presidente no tenía nada que ofrecerle en verdad a la scaloneta, ni el balcón ni la plaza valen hoy lo que valían en 1986. Y Scaloni y sus jugadores debían saberlo.

En suma, por más que Alberto haya sido sincero en su propuesta de prestar la sede de gobierno sin condiciones ni segundas intenciones, la sola cercanía con ella era para la selección, porque en verdad lo es para cualquiera que tenga algún capital y prestigio que defender, un disgusto, no un beneficio.

Y en este caso en particular le iba a quitar brillo al festejo también por el riesgo de que algún exaltado se pusiera a tirarle piedrazos a los demás balcones, o algún grupo quisiera aprovechar para vocear lo que piensa de las autoridades. Demasiados costos y riesgos como para que se justificara correrlos, más aún para un grupo como el que compone este equipo, que ha hecho un culto de la apoliticidad, el profesionalismo discreto y le tiene tirria al conflicto y la polémica.

Podría pensarse que este macizo desprestigio que sufre nuestra vida política y sus instituciones, que hace que nadie quiera sacarse siquiera una foto en ellas, es otra muestra más de nuestra decadencia, y no hay nada que festejar en que no se haya podido festejar, valga la redundancia, a nuestros campeones del mundo en el espacio equivalente al que usó la mayoría de los países que en años recientes ganaron campeonatos.

Y es cierto, Alberto Fernández se lo tendrá merecido, pero es una pena que no solo su administración, sino la Rosada, la Plaza de Mayo y tantos otros lugares y ámbitos otrora prestigiosos y valorados hoy den tan mala espina. La política no tiene nada que ofrecerle a la Selección Pero ese es solo un costado del asunto. Si de un lado la política argentina actual no tiene nada que ofrecerle a esta selección, del otro hay una identidad del equipo que lo aleja de la arena política, incluso lo haría con otro gobierno menos desprestigiado, en otras circunstancias en que la política no fuera tan mala palabra. Este segundo aspecto, el del ethos de la selección de Scaloni, explica otros motivos del rechazo al balcón, y otros sentidos del acontecimiento que celebramos.

La scaloneta es un grupo curioso, compuesto en gran parte por jóvenes que hacen un culto de la familia, tienen una vida bastante más reservada que la media en el mundo del fútbol, y enarbolan otros valores que podríamos llamar tradicionales, hasta conservadores, si tuviera algún sentido hacer una lectura política de los mismos. Que no viene a cuenta, porque si algo parece inspirarlos es más bien la discreción y la responsabilidad profesional, antes que una particular moralidad.

Salvo alguna excepción, es además gente que habla muy poco, y solo de lo que hace y conoce, que aun cuando tiene que pelear y defenderse, lo hace con las reglas del oficio. Todos motivos para que haya desarrollado un marcado apoliticismo, esto es, la indisposición a involucrarse en polémicas o conflictos de naturaleza política. En un país en que tantos ámbitos están contaminados y se han degradado a causa de esa conflictividad, tiene doble mérito. Y ofrece una excepcional lección de la que aprender.

Así que, en este aspecto al menos, no hay de qué lamentarse que el festejo termine en el obelisco. Al contrario. Nos brinda la oportunidad, aún desafiando la voluntad y la vocación de los protagonistas, de hacer una lectura política de esa apoliticidad. No hay por qué mezclarlo todo, la comunión futbolística puede convivir con los disensos partidarios sin querer ridiculizarlos ni suprimirlos, sin que ninguno de los dos, en suma, se contamine, y de todos modos nuestra dirigencia política, igual que la de muchos otros ámbitos, podrá aprender del trabajo bien hecho en otra actividad. Porque, en este caso en particular, hay muchísimo que aprender.

Fuente: TN